LA VERGA DE TORO
Usted está echado a tan sólo un metro de mi tarima de color de palo rosa. Sus zapatos han recogido el desprecio del malecón y su camisa de hace cuatro años refugia el asalto de los menesterosos. Sus ojos flechan la cabeza muda de mi muñeca, mi inseparable amiga. Ella estuvo durante cada segundo de mi fenecer. Me obedeció cuando le pedí un abrazo fuerte. Escuchó el llanto angustiado y desesperante de aquellos días en que me sentí una mujer sin sentidos.
Mi padre me esperó en el lugar de siempre. Cuando llegué, nos fuimos como si nada hubiera pasado. Durante el trayecto pensaba que jamás volvería a pasar por el mismo camino, sentía el sangrado en mi corazón. Cruzamos el riachuelo que por esa temporada llevaba una gamonal de bazofias vecinales.
Mi padre, con su voz inquebrantable y furiosa, me instigaba para avanzar. Con el susto y la desesperación quería desaparecer entre la faz de la tierra. Llegamos a casa y abrió la puerta con su llave que estaba ensartada con hilo vetusto y no la dejaba ni para ir al baño. Nos dirigimos al comedor donde estaban sentados mi madre y mi hermano. Mi madre me sirvió la cena. Yo no había llegado a casa en todo el día. A los cuatro nos anillaba el ruido del silencio y en las profundidades de mi padre y mi hermano, vomitaba la sed de la golpiza. No me atreví a verle la cara a mi padre, menos responderle la insistente pregunta -¿Es cierto o no? Mi boca se aherrojó. Quería huir y ya no pude. A l no escuchar ninguna respuesta, mi padre arrojó la taza de porcelana al extremo derecho y también la silla fue tocada por la furia inmensa e incontrolable. Sus pasos largos lo llevaron hacia el baúl donde guardaba celosamente su verga de toro.
La verga de toro pasaba de familia en familia, de progenitor en progenitor. El baúl sólo era abierto cuando a la familia la habían deshonrado y con tan sólo tres látigos morían irremediablemente las víctimas. Vi que mi padre traía en sus manos curtidas y llenas de llagas la verga de toro. Medía como cien centímetros, era gruesa de color amarillo colérico, trenzada en zig-zag y con cuatro ramas en la punta.
Me agarró de los cabellos. Me llevó al centro de la sala. Vi que la verga formaba un ángulo de trescientos sesenta grados y cayeron cinco latigazos en mi cuerpo: dos en mi espalda, dos en mis muslos y uno en mi vientre. No conforme con ello, mi hermano, también, enraizado en el blanco pensamiento, le pidió la verga de toro a mi padre y me desfiguró el rostro. Sus manos fueron forradas por mi cabello largo y crespo. Yo permanecía en el suelo. Mis lágrimas calaron un torrencial de catarata y se mezclaron con el hilo blanquirojo de mi nariz.
Ambos esa noche desconocieron el perdón. Mi padre y mi hermano no dejaron que en su corazón entren las súplicas, el arrepentimiento, ni mis lágrimas de dolor. Mi madre veía todo, pero no podía hacer mucho, sólo rezaba para que se apacigüe la furia de los hombres de la casa.
Yo gritaba: ¡Perdóneme, papá!, ¡perdóneme, papacito!, ¡por el amor de Dios, perdóneme!, ¡piedaaad!, ¡nunca más lo haré, no volveré a estar con nadie, por favor papá, ya no me castigue, no sea tan cruel!..." Pero las palabras implorante se encajonaron y no quisieron acercarse siquiera a los lunares que mi padre tiene hace cincuenta años en las orejas.
Después de propinarme tantos golpes y latigazos., me ordenaron ir a mi cuarto. Me desvestí, alcé la frazada para sentir su calor, pero mi cuerpo la rechazó. Lloré inconsolablemente todas las noches y todos los días. Mi almohada, mis pechos y mis piernas se bañaron de lágrimas. Mi colchón se enlagunó por la sangre de mi bebé concebido hacía dos meses. Nadie pudo ayudarme. La puerta estaba con candado por orden mi padre. Al día siguiente cavé debajo de mi cama y enluté de tierra a mi bebé. A partir de ese día no pude estar ni tres segundos en pie, tenía el cuerpo lleno de hematomas y heridas profundas. Renuncié para siempre al espejo, al verme en él. Enflaquecía cada día que pasaba. La única compañía permitida fue la de mi amiga, quien me regaló un abrazo por mi cumpleaños, una semana después de haber recibido el tacto de la verga de toro.
Tres meses después, pesaba sólo veinte kilos y me asustaba al palpar mis huesos notorios. Las heridas de los golpes no querían sanar y los moretones tampoco cedían a los emplastos. A las nueve de la noche ya no sentí ni las lágrimas de mi madre.
Cavaron tres metros y metieron el ataúd de la hija que apenas acababa de cumplir catorce abriles. El padre no quiso ni siquiera que dejaran una flor en su nicho.
Usted sigue echado en su cama papá, mirando de reojo el umbral de la puerta, las ventanas siguen cerradas y su corazón no abriga ni un puñado de arrepentimiento.
El sol acaba de arrimarse al mar y la sombra desaparece.
©Norma Jiménez
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